El alcalde Ballesteros ha ido mutando su avatar con el paso de los años. Inicialmente fue un alcaldable-misionero, entre 2003 y 2007, cuando ocupó la silla de jefe de la oposición; en aquellos años estaba convencido de que había sido llamado a una misión por su ciudad y se comportó con devoción hacia sus electores.
Desde que alcanzó la alcaldía en 2007 ha sido, principalmente, un alcalde-profeta, convencido de que su sola presencia en la alcaldía producía un efecto magnético con la realidad e hipnótico con los ciudadanos, que le seguirían allá donde les dijese, como, por ejemplo, a unos desastrosos Juegos Mediterráneos anti-Tarragona.
Finalmente, la etapa actual, la de alcalde-borbón, calidad que le hace llevar muy mal la tediosa cotidianeidad municipal y las permanentes problemáticas que incomodan su vida como monarca de la ciudad, incluidas las inducidas por jueces, fiscales y cuerpos de seguridad.
Al Ballesteros de hoy ya no le gusta gobernar la ciudad, lo que él quiere es reinar sobre todo. Y ya se sabe que los monarcas, cualquier cosa que no sea sucesión consanguínea, lo llevan muy mal. Fatal. Sus reacciones ante asuntos verdaderamente alarmantes han sido, habitualmente, como las que tendría cualquier monarca decadente: salvar las joyas de la corona. Díganme, si lo que se cuenta es cierto, cómo puede entenderse que el día que la Guardia Civil entró en las dependencias municipales del IMSS, el primer impulso del alcalde fuese deshacerse de su colección personal de objetos valuosos: sus joias de la corona. Nosatros no hacemos caso a los chismes, però es lo que ‘van diciendo por ahí.
Carlos Castillo, Javier Tarrés, Begoña Floria, Javier Villamayor…, todos ellos han estado, en un momento u otro, ungidos con el aceite de la sucesión a Ballesteros, ante la posibilidad de que el alcalde declinase o se reinventase políticamente.
Todos los nombrados han ido sucumbiendo a la longevidad institucional de Ballesteros y, después de las próximas elecciones municipales, ante la probabilidad de que se haga necesario nombrar sucesor o sucesora, Ballesteros mueve cansinamente una mano, apoyada en el reposabrazos de su trono, para indicar que no hay ni sucesor ni sucesora que valga, pues solamente él puede sucederse a sí mismo.
Esperemos que el espíritu republicano gane el favor de los electores y, urnas mediante, la ciudad viva una nueva etapa, empezando por derrocar capellas y capelladas. Y bien digo “derrocar”.
Crapulines y crapulinas, no se me despisten.
Un saludo
Conde Crápula