REDACCIÓ
En un tiempo donde la socialización se filtra a través de las redes sociales digitales desde un punto de partida individualista, el factor humano queda relegado a un segundo plano. Las personas no son más que perfiles de usuario. Un ser humano con toda su complejidad queda reducido a unos cuantos adjetivos o a un par de frases que lo represente, al lado de una fotografía o imagen, todo ello escrito o tomado en un momento concreto de su vida.
Así pues, las relaciones físicas interpersonales se han transmutado a los mismos patrones que los del mundo digital. Por eso hay una tendencia a buscar relaciones de usar y tirar o a encasillar a las personas en estereotipos para hacer juicios rápidos. De ahí la necesidad por conseguir likes o comentarios, que es el equivalente virtual de la aceptación social, así uno puede confiar en el criterio popular para valorar a una persona tras su perfil de Facebook, Instagram o Twitter.
No obstante, cuando hablamos de sociedad hablamos de reglas, leyes y convenciones o lo que es lo mismo, una moralidad. Lo que un colectivo acepta como correcto. En el momento en que quedamos fuera de esta moralidad, donde la colectividad desprecia al inmoral y le hace sentir vergüenza de sus actos, es excluido del grupo. Esto es la selección social, una práctica que venimos arrastrando desde los tiempos de cazadores-recolectores, donde el que no aportaba a las tareas de supervivencia era exiliado de la tribu, cosa que lo condenaba a la muerte en un entorno hostil. Un planteamiento más vigente que nunca con la hipersocialización efímera de las redes sociales digitales.
Si esos son los puntos de partida para socializar, qué será de los que ni siquiera tengan acceso a internet. O peor aún, de aquellos que hayan perdido toda su reputación social y son mirados con asco, odio o indiferencia. Personas que con todo su bagaje vital no han llegado a cumplir las expectativas esperadas para estar dentro del circuito ciudadano y ser considerados como iguales. Los requisitos mínimos para entrar a formar una de las clases sociales del engranaje cívico, que sirven de base para que la maquinaria del estado funcione. Es entonces cuando me asalta esa duda: Si es tan fácil quedarse fuera del sistema quizá es que no está bien formulado. Al parecer, la reputación juega un papel fundamental en nuestra sociedad cuando marca la diferencia para la supervivencia. ¿Se puede morir de mala reputación? Si seguimos construyendo una estructura que solo acepte méritos por aceptación social y no por sus necesidades y atributos, solo conseguiremos contribuir al clasismo, la xenofobia y las discriminaciones contra todos aquellos que no consideremos semejantes y que no tuvieron las mismas oportunidades. La muerte social puede condenarnos a la muerte biológica.
J.C. IBARZ
REDACCIÓ
